Sentado al sol en un banco del parque se dio cuenta de que había llegado el momento de tomar una decisión crítica que cambiaría su vida, o lo que quedaba de ella. Inspeccionó su caótico aspecto y comprobó que llevaba unos zapatos de una tonalidad ligeramente diferente, el izquierdo de un marrón más oscuro, unos calcetines llenos de bolitas, unos pantalones chinos caqui pasados de moda y con la raya torcida, una camisa arrugada que nunca conoció un buen planchado, una chaqueta de pana marrón roída por un uso más que excesivo, la barba de un náufrago que ha perdido toda esperanza de ser encontrado, unas gafas de pasta que hacía mucho tiempo que habían sido cool, luego demodé, más tarde kitsch, hace poco eran de gafapasta y en la actualidad, simplemente descatalogadas. Incluso en su estado semicomatoso de borrachuzo-lengua-de-trapo-con-resaca-en-camino le resultaba evidente que nunca tuvo opción ninguna a aquel trabajo. Ni él mismo se lo hubiera dado a un tipo tan deprimente.
Pero él había nacido para el trabajo, era el destino el que había conspirado para que aquella condenada entrevista hubiera llegado en tan mal momento. Y además estaba el sudor. Aquellos sudores fríos en la sala de espera con el resto de cobayas que ansiaban un trabajo como aquel. Todos más jóvenes, todos mirándole, todos con sus maletines de ejecutivo y todos tan a gusto a pesar de que no funcionaba el aire acondicionado. Dinero, autonomía y gente a tu cargo, era perfecto, pero además era necesario. Llevaba una vida en la que los ingresos más que escasos eran sablazos a familiares y amigos que no habían sido capaces de intuir que su dinero iniciaba un viaje de ida del que nunca iba a regresar. No atravesaba una mala racha, era la peor racha conocida por ningún ser humano, más o menos erguido. Debía casi cinco meses de hipoteca y el desahucio planeaba sobre él. Los buitres del banco se iban a quedar con su casa cuando todavía le quedaban dos tercios por pagar. Ladrones. Antes le pegaba fuego. Si tan sólo tuviera para gasolina...
Tenía que dar con un plan. Un buen plan, nada de chapuzas o de apaños. No tenía nada que perder así que podía arriesgarlo todo. Ni un paso atrás, carpe diem, ahora es tu momento, sé tú mismo, una serie de topicazos que no sirve más que para que un publicista justificara su evidente falta de talento a la hora de vender la última maravilla conocida por el hombre. ¿Qué demonios estaba diciendo? Estaba divagando. Pensar era muy costoso para su cansado cerebro. Sus neuronas se debatían entre dar con una respuesta coherente o evitar orinarse encima. así quizá se le fuera el olor a eau du chien grotesque. Pero se rindió. No había nada que hacer así que se tumbó bajo un árbol del parque y decidió que si no era capaz de dar con una solución esperaría a que la solución diera con él. Y en su etílica duermevela comenzó a pergeñar una idea.
Dicen que lo primero que hizo Dalí al llegar a Nueva York fue romper un escaparate de un ladrillazo. Fue su manera de llamar la atención para que se fijaran en el gran artista surrealista que era. Su pie en la puerta cual comercial de venta de enciclopedias. Debía confiar mucho en sí mismo para pensar que a continuación le iban a prestar atención. Apretó los ojos y frunció el ceño: ¿Pero cuál es mi escaparate? ¿Cuál es mi piedra? ¿A quién le voy a abrir la cabeza?
Creyó hallar una respuesta pero se escurrió entre su frágil sesera. Se concentró todo lo que pudo para retomar el hilo y unas gotas de orina empezaron a humedecer su entrepierna. No le importó, aquella respuesta podía ser la respuesta a todos sus problemas. Apretó sus manos contra sus sienes y exprimió aún más su cabeza mientras sus esfínteres se desahogaban a rienda suelta. Estaba tan cerca que casi podía tocar esa idea. Y así de repente llegó hasta ella. ¡Eureka! -gritó, consciente de su proeza.
¡Mierda! -murmuró, al darse cuenta de que quizá era demasiado tarde para limpiarse y cumplir con ella.
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